Mamma Zing y el clan de las H’mong Negras

Hau Thao (209)Abrí los ojos en el autobús y ya las vi corriendo hacia la parada. Estaba segura que ya había llegado a Sapa. A la primera que vi fue a Mamma Zing, haciendo aspavientos con los brazos. Corrían en grupo, y como luego me daría cuenta, en clan. Me miró y me llamó efusivamente desde la calle. Yo le sonreí desde mi asiento y le dije que no con el dedo. Aún tenía el corazón dormido y ya me reía con ella y es que me hacía mucha gracia solo su presencia. Mamma Zing era una mujer de la etnia H’mong de unos 45 años, delgada, pequeñita, fuerte, arrugada, vivaracha, parlanchina… Transmitía pura energía con solo mirarla. Vestida con su tradicional traje H’mong y alhajas, y ataviada con su gran cesta de mimbre en la espalda, llevaba debajo una camiseta a rayas negra y rosa fosfi que le daba un aire de lo más punky.

Nada más bajar, un montón de H’mongs se abalanzaron sobre los que bajamos del bus. Creo que se nos repartían y que en ese mismo momento ellas nos eligieron a nosotras. Tuvieron buen ojo. Mamma Zing me dijo con su verborrea inglesa que aprendió de oídas, puesto que no sabía leer y escribir, que eran H’mongs Negras y que buscaban gente para ir a su poblado. Le dije que ese día no pero que quizá otro día podría ser. Empezó a parlotear no sé de qué. Solo recuerdo que de cada tres cosas que decía una era “never, never!” de forma más que efusiva. Yo le daba bola, le sonreía y le decía que sí, que never. Iba ya con parte del clan, con la apacible Linh y la jovencita Man con su bebe Tai a las espaldas.

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Se acercaron un par de vietnamitas para ofrecernos su hotel. Mama Zing, sin disimulo alguno, me cogía de la oreja y me decía que no nos fiásemos de los vietnamitas, que podíamos conseguir una habitación por 3 dólares en Sapa. Empezaron por 15 dólares, lo dejaron en 4. Me divertía mucho con la escena matutina, en mitad de la niebla y la lluvia, comiendo galletas con las H’mong, los vietnamitas trataban de convencernos para que fuésemos a su hotel, las H’mongs trataban de convencernos para que fuésemos a su aldea y yo jugaba con ellos/as descaradamente.

Mama Zing me hizo prometer que me lo pensaría. Yo le dije que sí, en cierta manera era una proposición aceptable, cogió su meñique con el mío y me dijo ”Promise?” a lo que yo le contesté “Promise”.

Marchamos al hotel de 4 dólares y al rato ya estaban ellas deambulando por allí. Se enteraban de todo lo que ocurría en Sapa, de cada movimiento, de cada ida y venida. Ellas eran de Hau Thao, una aldea H’mog de 1.000 habitantes situada a 15 km en las laderas de las montañas de Sapa. Venían y volvían cada día para ofrecerse como guía y llevar a los “foreingers” a sus casas. Ellas eran las que se encargaban de todo, las que iban y venía, ellas eran el matriarcado. De paso se pispaban de todo. Generalmente lo hacían a pateo, aunque me dijeron que había días que llegaban en moto y volvían a pie. Como no tenían moto ni conducían, iban de paquete con alguien que las bajara. He de deciros que ellas con sus chanclas de plástico (a las que he aprendido que los guiris llaman flip flop) corrían y se agarraban más al terreno que nosotras con nuestras botas de montaña.

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Finalmente, dos días lluviosos después, decidiríamos marcharnos a su aldea. Entre ese tiempo las vimos todos los días y todos los días parloteamos un rato. Con ellas llegaríamos a Hau Thao recorriendo a pie los 15 km por las montañas de Sapa y pasando por dos aldeas más. Nos quedaríamos a dormir en la casa de la jovencita Man, que vivía en casa de su suegra la chamán de la aldea, con su marido y su bebe de un año Tai. La vuelta la haríamos por las laderas de los arrozales y pasando por Lao Cai y algún poblado más.

De camino, las hinché a preguntas sobre los H’mong y su cultura, sus tradiciones, sus matrimonios, familias, religiones, organización jerárquica y resolución de conflictos en la aldea… He de decir que algunas cosas las pillé, otras a medias y otras no. Cuando le pregunté que qué pasaba cuando alguien H’mong fallecía, poco más entendí que lo enterraban y cuando les dije si se reencarnaban o volaban al cielo, ellas sólo me respondían que sí, lo mismo que yo decía cuando no las entendía.

De lo entendido, es que la etnia H’mong tiene su origen en China y ellas son concretamente H’mongs Negras, las hay verdes, amarillas, blancas, azules, floreadas… aunque sus manos teñidas de azul delatan el índigo que cultivan para sus prendas. Viven de forma tradicional en las pendientes de las montañas. Ellos orfebres, ellas bordadoras, su economía está basada en la agricultura y ganadería de subsistencia. Se casan temprano después de uno o dos años de noviazgo normalmente con gente de su aldea y la familia pasa a ser el modo de organización social prioritario. Paren de cuclillas, como toda la vida, nada de hospitales, ellas se apañan. Hay una pareja en la aldea que son los que cortan el bacalao y a los que la gente acude si tiene algún conflicto. Y que no hay ricos y pobre, son todos y todas “same, same”.

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En la zona de Sapa conviven muchas etnias diferentes dispersadas por diferentes poblados: H’mong, Dao Do, Tay, Giay… Suelen casarse con gente de su misma etnia pero pueden contraer matrimonio con gente de otras etnias. En Sapa, los sábados es el “Mercado del amor”, llamado así porque tradicionalmente bajaban las gentes de las diferentes etnias a ver el percal y buscar churri. Nosotras fuimos pero no vimos a nadie que nos interesara y supongo que viceversa. En Bac Ha hay otro precioso gran mercado del mismo estilo.

En cuanto a la religión hay de todo, muchos/as siguen la religión católica, otros/as son animistas aunque también los/as hay que continúan con las creencias locales del chamanismo basadas en las tradiciones chinas de dioses y dragones.

Llegamos a su aldea después de comer. Tuvimos la suerte de que ese día no hubiera niebla, ni lloviera o granizase, cosa que había ocurrido en los 3 días anteriores. El camino por las montañas era en ocasión un resbaladizo barrizal que las H’mong surcaban sin titubeos ni equilibrismos, cargadas con sus cestas de comida y sus niños a cuestas. La aldea se dibujaba entre las laderas de la montaña, empinando las casas y porqueras entre caminos y cuestas, atravesada de hanegados arrozales entre colores verde bambú y rojo tierra.

La casa de donde vivía Man era una gran casa oscura de madera asemejada a un establo. En su interior, nada más entrar se encontraba el altar de la chamán y le acompañaba una pequeña  cama frente a una hoguera. En el otro lado estaba la cocina, con un horno de barro, otra hoguera y una tinaja donde lavar los platos. Sus muebles sufrían de enanismo, eran una minúscula mesa acompañada de unos toscos diminutos taburetes y banquetas. No necesitaban más. No había baño, tele, play, sofá…. Una bombilla y un enchufe era la única reminiscencia a la tecnología de la casa.Hau Thao (208)

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Fuera estaba la porquera con la cerda y sus 8 cerditos que bramaba cuando mamaban. Patos, gallinas, polluelos y enjambres de abejas danzaban en línea por el patio. Luego llegaron libremente los búfalos y entraron a dormir a su establo. Un perro cojo con malas pulgas ponía orden a todo bicho viviente, incluidas nosotras.

Paseamos por la aldea hasta la cascada, marchamos por sus senderos disfrutando al ver a niños y niñas H’mong jugando con la arena, apuntando con sus tirachinas, corriendo con sus zancos a coger el rabo del que lleva la vez, haciendo volar sus peonzas de madera y girando sus ruedas correderas. Todos tenían algo en común: un gran moco verde que pendía, brincaba, cabalgaba y se columpiaba en cada cándida cara, cual trol de nuestra televisiva infancia. Era como si nos trasladásemos en el tiempo y en el espacio a la niñez de nuestros abuelos y abuelas. Estábamos en la otra parte del mundo y en los juegos no había diferencias.

Por la tarde fuimos a casa de Linh a conocer a su familia, hermana, sobrinas… Orgullosa de mostrárnoslas, nos sacó su álbum de fotos y nos explicó quien era cada uno/a. Nos trajo algunas de sus ropas H’mong y para que nos las probásemos. Fue de lo más divertido. Vestíamos de blancas H’mong Negras. Con ellas marchamos para preparar la cena y la casa de Man comenzó a llenarse. Allí estaban los hijos e hijas de todas, la chaman, los maridos, las hermanas, los sobrinos… todo el clan.

Los y las niños/as estaban expectantes con nuestras presencias y aunque solo hablaban H’mong, no hizo falta más que sonreírles y bromearles para ponernos a jugar con ellos/as y nos atraparan. Hermosamente aquellos cálidos niños acabaron acurrucados en nuestros brazos. Era así de sencillo, no había pudor ni vergüenza, solo la esencia de la inocencia. Era sorprendente ver como se cuidaban entre ellos/as. El pequeño de dos años, al que nosotras llamábamos Joselito, llevaba en su espalda anudado de paquete a Tai, el bebé de un año. De vez en cuando, primos y hermanos se lo iban pasando. A tan temprana edad, ya velaban del clan. Eso permitía a las madres poder trabajar en casa o preparar la comida sin tener que estar tan pendiente de sus más pequeños/as. Los maridos también cuidan, cocinan, juegan y miman como si fuese tan normal. Una gran tribu.

A final de la tarde llegó Mamma Zing de Sapa. Venía a vernos más efusiva de lo normal. Me puso una banqueta para que me sentase a su lado mientras preparaban la cena y me contó sus tropelías del día. Esperó a unos franceses que la dejaron plantada y en esas conoció a unos australianos que la invitaron a cervezas. 4 ó 5 más tarde, marchó más que contenta los 15 km que la separaban de su aldea. Mama Zing me sorprendía con su algarabía.

Cenamos en la mínima mesa repartida con los microscópicos taburetes cerca de una docena de adultos y media docena de niños. Un pequeño cuenco de arroz para cada uno donde echábamos “morning glory”, tofu, rollitos de primavera y verduras realmente exquisitas. Los niños cogían un rollito y le daban su mitad a otro de los más pequeños y así cenaron todos. Al acabar, aquellos “hombres de la casa” se marcharon y los niños, se amontonaron sobre la cama situada delante de la hoguera muertos ya de cansancio. No daban la lata ni guerra.

En aquel momento, Mamma Zing sacó unas botellas de licor casero y nos mesuró a todas las que allí estábamos, todo féminas. La chaman Mamma You no quería, pero no la dejaron ni titubear, vaso lleno y “tíralí Martí”. No se podía decir que no. Era Licor de arroz y sabía a alcohol puro, rayos, truenos y centellas. Brindamos al son H’mong de “succo” y todo adentro. Guau! Yo les expliqué que en mi tierra se brindaba con “salut i força al canut” pero no sé si realmente me entendieron. Mama Zing solo hacía que rellenar los vasos, y el suyo y el mío más de la cuenta.

Saqué mi arpa de boca y me puse a tocar, se rieron y Mama Zing la cogió y se puso a tocar ella. Unos mililitros más tarde, sacaron la artillería pesada, bussines de pulseras y bolsos H’mong por no perder prenda. Sonreí otra vez y le comenté que eran muy astutas por sacar la mercancía después de la licorera. Se rió también.

Marchamos a dormir en lo que vendría a ser el granero, en una insignificante, recortada y dura cama aderezada de sacos, utensilios y trastos mil que pendían sobre nuestras cabezas y la mosquiterá. Horror vaccui. Por la mañana a las 5 ya se las oía trajinando por la cocina. Los niños entraban a hurtadillas para vernos dormidas, sigilosos nos miraban y si oían movimientos marchaban desaforados. Nos prepararon arroz, tortillas, verduras, setas y desayunamos después de ver como comían búfalos, gallinas y patos en la puerta de casa.

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Marchamos. El día amaneció nublado y nos llovió un rato largo. Al llegar a Sapa les pagamos lo acordado. El dinero que recaudaban con sus idas y venidas se lo repartían entre todas, nada era para una, todo era para el clan. Me gustó esa idea.

Comimos juntas en el mercado por última vez. Esa misma tarde salíamos hacia Hanoi con el infernal bus nocturno y ellas tenían que buscar foreingers nuevos a los que asaltar. Les di las gracias por dejarnos entrar en su clan aunque solo fuera por unos días. Las abracé y les di un beso. Le prometí que si volvía a Sapa alguna vez iría a verlas. Man y Mamma Zing me regalaron una de sus preciadas pulseras H’mong, etnia valorada por su orfebrería. “Promise?” – me dijo Mamma Zing-  “Promise”- le contesté.

Improvisé. Recordé que traía de la India una pulsera y una hebilla para el pelo. Marché a por ellas. A Man, con su típico tocado H´mong a base de hebillas, le coloqué la mía en su cabello. A Mamma Zing, le puse la pulsera alrededor de su pequeña muñeca. Les explique de donde venían y que ahora eran de ellas.

Sé que algún día volveré a verlas, quizá no en Sapa, quizá habiten en otra tribu o etnia. Creo en ellas, en su fuerza, en sus formas diferentes de ver el mundo y organizarse, en el poder de sus círculos de mujeres y de familias, en los lazos de las gentes de las aldeas, en el lento paso del tiempo y las generaciones venideras… Con orgullo, llevo puestas mis pulseras H’mong, como el clan, como ellas. Me acompañarán como talismán de chamanes y orfrebres, allá donde quiera.

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3 Respuestas a “Mamma Zing y el clan de las H’mong Negras

  1. ME HA ENCANTADO. QUE FORTALEZA TIENEN ESAS MUJERES. Y LOS NIÑOS QUE MONADA Y QUE CAPACIDAD DE SUPERVIVIENCIA Y DE PROTECCION HACIA LOS MÁS PEQUEÑOS. SON UNA PASADA

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